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El gobierno de Cristina Fernández ha
vuelto a atentar contra la libertad económica de sus conciudadanos y el bienestar
material de la sociedad argentina. No ha sido suficiente la nacionalización del
sistema privado de pensiones y la reciente expropiación de la compañía
petrolera YPF de Repsol. Ahora acaba de restringir las importaciones de bienes
y servicios en su afán por evitar la fuga de divisas y así controlar su demanda
y tipo de cambio. Una vez más se apuesta por el proteccionismo para justificar
el intervencionismo estatal en nombre de los intereses de la sociedad.
El proteccionismo puede ser
políticamente rentable pero siempre será económicamente falaz. La restricción
de las importaciones para conservar puestos de trabajo no funciona. Tampoco
funciona restringir las importaciones para evitar la fuga de divisas o para equilibrar
la balanza comercial o para estimular la producción. Y llegar a ver la
restricción de las importaciones como un tema de seguridad nacional me parece francamente
un absurdo. La restricción de las importaciones genera mucho más costos que
beneficios. No obedece a los intereses generales de una sociedad libre, sino a los
intereses particulares de algunos políticos de turno e industrias
anticompetitivas y rémoras sindicales. Y siempre genera un gran perdedor: el
consumidor.
Para ver cómo el proteccionismo perjudica
al consumidor basta con analizar uno de sus argumentos más populares. Quienes
abogan por la restricción de importaciones nos dicen que las exportaciones son
buenas y las importaciones son malas. Pero la verdad es otra porque las
importaciones no son malas. El verdadero beneficio del comercio internacional
está en función de las importaciones y no en función exclusiva de las
exportaciones.
Existen muchas formas de demostrar
esto. He aquí una de ellas: las exportaciones se destinan a mercados
extranjeros para beneficio de terceros, mientras que las importaciones se
destinan a nuestros mercados para nuestro beneficio. Nosotros, lógicamente, no
consumimos lo que exportamos. Podemos decir entonces que las exportaciones son
el precio que pagamos por lo que importamos. Adam Smith fue preciso al indicar
que el beneficio en el comercio internacional está en obtener la mayor cantidad
de importaciones por nuestras exportaciones—o sea en exportar lo menos posible
por bien o servicio importado. Entonces en una balanza comercial superavitaria,
en donde el valor de lo que enviamos afuera—el valor de nuestras
exportaciones--es mayor que el valor de los bienes y servicios que recibimos de
afuera, estamos, como sociedad, pagando más por recibir menos. Restringir las
importaciones, por tanto, es obligarnos a pagar más por lo que necesitamos y no
necesariamente producimos.
Desde este punto de vista podemos concluir
que la política económica del gobierno argentino explota al consumidor. Quienes
abogan por el proteccionismo podrían argüir, adicionalmente, que este es el
precio por proteger puestos de trabajo. Pero este argumento también está
equivocado porque confunde el proteger puestos de trabajo improductivos con el
generar puestos de trabajo productivos. No es el comercio internacional el que
acaba, vía importaciones, con puestos de trabajo improductivos, sino los
mercados locales. Los mercados son intolerantes con la ineficiencia: si una
empresa local no puede competir en igualdad de condiciones con las empresas de
afuera, no tiene por qué estar. Los mercados no son misericordiosos.
La teoría económica nos enseña que el comercio
internacional es uno de los mejores medios que tiene un país pobre para
promover el bienestar material de sus ciudadanos. La experiencia así lo
demuestra una y otra vez.
*/Artículo publicado en el Dirario Expreso el 1/06/2012.
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